Opinión | La Contra

Qué hacemos contigo, José Luis Morales

La afición ha cambiado: lo que en otro tiempo vivimos con resignación hoy se traduce en exigencia

José Luis Morales lamentándose

José Luis Morales lamentándose / F. Calabuig

Nada duele más que el abandono. El abandono es un pecado moral. El abandono es un sentimiento que nunca viene solo. Le acompañan la traición, la soledad, el resentimiento, y más adelante, la inseguridad. El abandono es devastador para la autoestima. 

Por todo eso, el abandono es también un gran motor literario. Al abandono le ha cantado Manolo García («¿Dónde estabas entonces, cuando tanto te necesité?»); también Joaquín Sabina («Ahora es demasiado tarde, princesa, búscate otro perro que te ladre, princesa»), y lo ha retratado Juan José Campanella, en la inmortal ‘El secreto de sus ojos’ («Un tipo puede cambiar de casa, de novia, de familia, de religión, de dios, pero hay una cosa que no puede cambiar, Benjamín, no puede cambiar de pasión»). Hay causas que, sencillamente, no se abandonan. Hay pasos que, bajo determinadas circunstancias, no pueden darse; y si se dan, ya no tienen marcha atrás.

Ahora, el debate está abierto. Qué hacemos con José Luis Morales Nogales. Ese es el tema del verano. Reconozco un estado de partida: en esta época de convicciones absolutas me pasa que no tengo una opinión definida, aunque pueda ser el factor desestabilizador de la temporada. Solo tengo claro que jamás silbaré a un jugador; lo tengo tan claro como que me costará volver a aplaudirle. Posiblemente, en el ‘referéndum Morales’ votaré en blanco; o a la abstención. 

En lugar de Morales, lo que me interesa de este debate, y aquí viene la doctrina, es lo que dice de nosotros: la afición ha cambiado. Lo que en otro tiempo vivimos con resignación (así asumimos las marchas de Vicente, de Juanfran, de tantos otros) hoy se traduce en exigencia. La de hoy es una afición educada en otras coordenadas y otros valores. Y todo este revuelo me parece un síntoma extraordinario. Los actos tienen consecuencias, y esas consecuencias tienen un coste.

Nada duele más que el abandono y lo más importante de esta pretemporada no es un nombre sino un número: 12.000 socios. Llevamos tres años de calamidades y desde el último partido, las cosas no han mejorado. Un fichaje e infinitas bajas, entre ellas valores emergentes de la cantera. Pero hay 12.000 (vendrán más) que no abandonan.

Uno, que no se libra de la memoria del hambre y los años plomizos, siempre está esperando la diáspora (de nuevo emerge el abandono, el trauma del abandono). Frente a eso, los nuevos socios no dimiten. Estos 20 años de éxito han «fet saó»; seguimos ganando tiempo para regresar a Primera sin perder a generaciones por el camino.

Llegados a este punto, esta exigencia es una emoción que debemos gestionar con inteligencia. Nada se construye desde la división, y hay una línea muy fina entre expresar un disgusto legítimo y acabar dañando a nuestros propios intereses. No veo la utilidad de pasar una temporada pendientes de un futbolista. Los nuevos, los chavales, los que de verdad quieren estar aquí, no pueden pagar la frustración que todos estamos acumulando. Sin embargo, sí deben saber en qué sociedad aterrizan. Mi yo del pasado, el que se educó en una grada de urgencias, entiende al futbolista que se marcha -aunque acabáramos de descender- a vivir nuevas experiencias, a exprimir el tiempo que se le escapa, a ganar dinero y gloria a un club que, después de todo, no nos genera ningún dolor. Mi yo del presente, el que ve emocionado cómo resiste la base social, celebra la consolidación de una grada que exige lealtad, respeto y coherencia. A la hora de la verdad, prefiero la indignación a la indiferencia. Y esta novelita de verano demuestra que el levantinismo está bien vivo. Después de todo, no hay mayor síntoma de amor que el dolor frente al abandono.

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