Opinión

Y si es él

Qué piensa Lim de esto, me digo, qué pretende hacer con este revoltijo de emociones 

Los jugadores del Valencia tras encajar un gol contra el Alavés

Los jugadores del Valencia tras encajar un gol contra el Alavés / Edu Ripoll

Puede que acabar con las expectativas de jugar competición europea y mecernos en la media tabla sea el verdadero regalo del equipo este final de temporada. El que no queríamos pero necesitábamos. Suspender la competición, dejar que vayamos a Mestalla a respirar, mirar, hablar de nuestras cosas: las cosas que importan.

El año pasado a estas alturas acudíamos al mismo asiento con la úlcera en el estómago y la tabla de clasificación en la mano. El domingo, en cambio, nos entreteníamos con el monólogo enloquecido de Jaume, a quien el brazalete debe sentarle como un parche de anfetaminas. Durante un momento juramos que estaba dando órdenes a Baraja. Era tan hipnótico que, cuando se marchó lesionado, el espectáculo decayó hasta el punto que acabé pensando en Peter Lim.

Es lo que más detesto de su reinado incorpóreo, que de tanto en tanto me obliga a pensar en él. No me refiero a lo que vemos que hace, a la deriva manifiesta del club, sino a qué se cuece en esa cabeza, cuál será su siguiente ocurrencia. Cuando despunta un diamante como Mosquera, cuando la grada corea Pipo Baraja, cuando la banda de música recorre el campo. Qué demonios piensa Lim de todo esto, me digo, qué pretende hacer con este revoltijo de emociones, ritos y esperanzas. 

Esa pregunta, qué pensará Lim de todo esto, se ha convertido en todo un subgénero periodístico en esta ciudad: elucubraciones de todo tipo sobre las intenciones del magnate, apuntes sueltos sobre su estado de salud, lecturas en los silencios de sus emisarios, cada vez más parcos al volver de sus viajes. Qué pensará Lim, qué carajo querrá. Esa incertidumbre es nuestra enfermedad, nuestra plaga, la condena final por el pecado de hormigón de Cortes Valencianas. Si él es finalmente nuestro gran villano, su jugada merece reconocimiento: desaparecer y hervirnos en la duda.

Para escapar de la espiral insana de las conjeturas, fantaseo con que alguien consigue llegar hasta él y destapar la verdad de su ausencia. Algo así: un periodista jubilado gasta parte de su pensión en volar a Singapur sin billete de vuelta. Tras semanas de averiguaciones, esquivando a propagandistas a sueldo del empresario, llega hasta alguien con material realmente valioso: un primo repudiado por la familia.

-Lim os abandonó- revela el primo-. Fue tras la marcha del entrenador italiano. Dice que estáis malditos.

-¿Y quién nos gobierna entonces?

-No sé más, solo rumores: que puso a un ordenador al frente, que se lo regaló a un niño de diez años. Lo último que escuché es que se la vendió a uno de los vuestros, de muy dentro. Le vendió el club a cambio de un dólar con una condición: que nadie supiera que Lim ya no estaba, para que le sigan temiendo.

El pobre periodista abandona el país abatido, con una verdad horrible, una historia a medias y un puñado de teorías desquiciadas. Meses después, sentado en la grada durante una tarde tedio, se distrae mirando al portero y estudia sus enigmáticas señales a los jugadores, al banquillo, al palco, a la seguridad y hasta a los voluntarios de las gradas. Es una majadería, no puede ser, se dice. Pero y si es, y si está gobernando el club ahora mismo desde ahí abajo. Y si fue él, un loco como él, quien cogió las riendas y lo cambió todo, y ahora sale a contemplar su obra desde el césped. Entonces el tipo sonríe y se levanta a aplaudir al portero, que se retira del campo cojeando. Y si quien decide nuestro destino es ese que lleva el dorsal número uno.

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